La Vocación de Pablo

Leemos Hechos 22, 3 - 23, 1

«Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero me he criado en esta ciudad y he sido iniciado a los pies de Gamaliel en la estricta observancia de la Ley de nuestros padres. Estaba lleno de celo por Dios, como ustedes lo están ahora.

Perseguí a muerte a los que seguían este Camino, llevando encadenados a la prisión a hombres y mujeres; el Sumo Sacerdote y el Consejo de los ancianos son testigos de esto. Ellos mismos me dieron cartas para los hermanos de Damasco, y yo me dirigí allá con el propósito de traer encadenados a Jerusalén a los que encontrara en esa ciudad, para que fueran castigados.

En el camino y al acercarme a Damasco, hacia el mediodía, una intensa luz que venía del cielo brilló de pronto a mi alrededor. Caí en tierra y oí una voz que me decía: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Le respondí: «¿Quién eres, Señor?», y la voz me dijo: «Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues». Los que me acompañaban vieron la luz, pero no oyeron la voz del que me hablaba. Yo le pregunté: «¿Qué debo hacer, Señor?». El Señor me dijo: «Levántate y ve a Damasco donde se te dirá lo que debes hacer». Pero como yo no podía ver, a causa del resplandor de esa luz, los que acompañaban me llevaron de la mano hasta damasco.

Un hombre llamado Ananías, fiel cumplidor de la Ley, que gozaba de gran prestigio entre los judíos del lugar, vino a verme y, acercándose a mí, me dijo: «Hermano Saulo, recobra la vista». Y en ese mismo instante, pude verlo. El siguió diciendo: «El Dios de nuestros padres te ha destinado para conocer su voluntad, para ver al Justo y escuchar su Palabra, porque tú darás testimonio ante todos los hombres de lo que has visto y oído. Y ahora, ¿qué esperas? Levántate, recibe el bautismo y purifícate de tus pecados, invocando su Nombre».

De vuelta a Jerusalén, mientras oraba en el Templo, caí en éxtasis y vi al Señor que me decía: Aléjate rápidamente de Jerusalén, porque ellos no recibirán el testimonio que tú darás de mí». Entonces respondí: «Ellos saben, Señor, que yo iba de una sinagoga a otra para encarcelar y azotar a los que creen en ti. Y saben que cuando derramaban la sangre de Esteban, tu testigo, yo también estaba presente, aprobando su muerte y cuidando la ropa de los verdugos». Pero él me dijo: «Vete, porque quiero enviarte lejos, a las naciones paganas».

Hasta aquí los judíos lo escucharon, pero al oír estas palabras comenzaron a gritar diciendo: «¡Elimina a este hombre. No merece vivir!». Todos vociferaban, agitaban sus manos y tiraban tierra al aire. El tribuno hizo entrar a Pablo en la fortaleza y ordenó que lo azotaran para saber por qué razón gritaban así contra él. Cuando lo sujetaron con las correas, Pablo dijo al centurión de turno: «¿Les está permitido azotar a un ciudadano romano sin haberlo juzgado?». Al oír estas palabras, el centurión fui a informar al tribuno: «¿Qué va a hacer?, le dijo. Este hombre es ciudadano romano».

El tribuno fue a preguntar a Pablo: «¿Tú eres ciudadano romano?». Y él le respondió: «Sí». El tribuno prosiguió: «A mí me costó mucho dinero adquirir esa ciudadanía». «En cambio, yo la tengo de nacimiento», dijo Pablo. Inmediatamente, se retiraron los que iban a azotarlo, y el tribunal se alarmó al enterarse de que había hecho encadenar a un ciudadano romano. Al día siguiente, queriendo saber con exactitud de qué lo acusaban los judíos, el tribuno le hizo sacar las cadenas, y convocando a los sumos sacerdotes y a todo el Sanedrín, hizo comparecer a Pablo delante de ellos. Con los ojos fijos en el Sanedrín, Pablo dijo: «Hermanos, hasta hoy yo he obrado con rectitud de conciencia delante de Dios».

Reflexión

Cuando nos acercamos a la historia de una vida puntual, siempre estaremos entrando a un «lugar santo«, un lugar tomado por Dios y transformado externa e internamente para siempre. Con Pablo vemos que esto es así.

Jesús se le presentó, y de una u otra forma le pidió que de ahora en adelante ya no se ocupe de las cosas de Dios sino que se ocupe de Dios.

Las cosas de Dios no son Dios, y si no son Dios, distraen. Y cuando estamos distraídos y somos sorprendidos repentinamente por Dios, debemos preguntarnos como Pablo: ¿Quién eres Señor? No para saber quién es Dios en verdad, sino para que nuestro corazón encuentre consuelo, ya que fuimos hechos para Él y andaremos inquietos hasta que no escuchemos su nombre, Pablo escuchó: el nombre de Jesús. Seguidamente, podemos preguntarnos también como Pablo: ¿Qué debo hacer, Señor? La respuesta será de Dios pero nos afectaría totalmente. No pediría nada que se contradiga con lo que Él es, Él es amor. A Pablo le pide que se dedique de ahora en adelante a predicarlo entre los que aún no lo conocían. Esa es una característica propia de la identidad nueva de Pablo, aparte de cambiar incluso su propio nombre, será anunciador de Jesús, de su reino, a gente que no lo conocía.

En la vida de Pablo, su testimonio nos muestra que no hay nadie que esté exento de los planes de Dios, ni aquellos que están contra Dios mismo. La contradicción es una de las características más humana. Pero cuando es tomada por Dios, la contradicción muestra aquel lado que ella tiene del que podemos pensar, que Dios sin duda ha permitido para hacer ver su poder en la misericordia. Pablo era perseguidor de cristianos y después es propulsor de la obra que el mismo Jesús inauguró. Ahí vemos, cómo Dios toma la realidad de lo que somos y la transforma.

En síntesis, de Pablo, de su historia, aprendemos tres cosas: Primero, Dios es quien llama y se aparece primero, siempre da el primer paso invitando a seguirlo sea donde sea que se encuentre quien es llamado. Lo segundo es que ese llamado siempre lleva a tener en nuestras manos la posibilidad de entregarnos, de dar dándonos. Tercero, que no hay realidad que Dios no pueda transformar, la contradicción de nuestra vida, el modo de actuar o seguir, no es excusa para no poder seguir a Jesús el Hijo de Dios y lo que el pida.